Hacía años que soñaba con pisar la mítica Patagonia. Mi amiga Jessy había contribuido a este sueño con sus historias sobre las ballenas que cada año llegan a la bahía donde ella vive en la provincia de Chubut. Ella también esperaba mi llegada desde hacía tiempo así que no me sorprendió encontrármela en la estación de autobuses en Puerto Madryn, a pesar de que no estuviera previsto. Hacía 4 años que no nos veíamos, así que nos dimos un fuerte y emocionante abrazo y un par de besos. Reencontrarme con Jessy después de tanto tiempo fue otra de las sorpresas más agradables que me ha regalado este viaje.
En Fiji había buceado un par de veces y entonces me había dicho a mi mismo con pena que serían mis últimas inmersiones del viaje. Pero cuando descubrí que en Madryn se podía bucear con lobos marinos… no necesité de nadie que me convenciera. Jessy lo había preparado todo y apenas dos horas después de mi llegada estaba buceando con ellos. El traje era de 5 milímetros, con caperuza, guantes y escarpines. El instructor me dijo: “Estaremos 45 minutos como máximo allí abajo… o el tiempo que tu resistas el frío”. Salté al agua. En la distancia se les veía nadar como disfrutando de su tiempo libre. Poco a poco, se fueron acercando curiosos a ver quiénes eran ese par de intrusos. La timidez inicial dio paso al jugueteo a mi alrededor. Los lobitos nadaban rodeándome mientras sus grandes ojos se posaban en los míos.
Alguno me rozaba y giraba en el agua como una peonza sobre sí mismo mientras mantenía su mirada sobre mí. Los más atrevidos mordisqueaban levemente las aletas o incluso mi mano tendida para comprobar de qué estaba hecho. Era una sensación extraordinaria, y me recordó en casi todo a mi experiencia con los delfines en Nueva Zelanda. Interaccionar con estos animales salvajes en su propio medio, el amado océano, es algo complicado de explicar con las palabras. Descubrir cómo te miran y al mismo tiempo mirarles tú a ellos, comprobar cómo se interesan por ti, cómo un gesto tuyo o un movimiento tiene una respuesta es como estar entablando una conversación simbólica. Sin duda, estas experiencias son algo único y se encuentran entre las más intensas de todo mi viaje.
Los minutos pasaron y el frío comenzó a notarse ya sobre mis huesos… pero estar allí rodeado de los curiosos lobitos era algo indescriptible. Nunca había buceado en aguas tan frías, y aunque llegué realmente a sentir mucho frío, de allí no me moví hasta que el aire se nos fue agotando y el instructor dio por terminada la inmersión. Ocasiones como esa no se presentan todos los días y mi resistencia estuvo más que justificada.
Regresamos a tierra desde donde se veía ya alguna ballena juguetear en la bahía. Estaba impresionado e ilusionado. Me dijeron que eso no era nada… que en temporada alta se juntan allí más de 500. Pero para mí, ver a un par de ellas con mis propios ojos era maravilloso. Jessica mismo me dijo que el día anterior a mi llegada las ballenas de la bahía estaban dando un recital de saltos a la vista de todos. Lástima que me lo perdiese, pero no se puede ganar siempre.
Más tarde mi amiga me presentó a su papá, el gran Jaime y a Nora su mujer. Aquella noche cenamos unas lentejas riquísimas como hacía tanto que no probaba, y fue el primero de los varios banquetes que Nora nos regaló. La comida siempre estuvo sublime, pero la compañía fue todavía mejor. Tuve la suerte de coincidir también con una simpática pareja de amigos suyos: Carlos y Lucía. Esas cenas con todas sus conversaciones, sonrisas y carcajadas, y de entrañables historias casi todas contadas por alguien que no era yo, me hicieron sentir como en casa y en familia; en completa sintonía con todos.
Al día siguiente Jessy tenía preparada una excursión a la Península Valdes. Nos acompañaría el Chino, que además de ser un tío gracioso se cascó un asado riquísimo para comer. La península Valdés es famosa por la gran cantidad y variedad de fauna marina que habita allí en determinadas épocas del año… el problema fue de nuevo que nos encontrábamos fuera de toda temporada. Mi sueño de poder ir a un avistaje de ballenas tendrá que esperar, pero sé que sólo es una cuestión de tiempo. De todas formas, el paisaje tan dramáticamente desolador fue espectacular. No es fácil explicar el por qué resulta tan atrayente, pero digamos que no es nada común contemplar un océano de tierra cuando estamos acostumbrados a paisajes con montañas, ríos, valles o bosques.
Mi último día en el Chubut lo dedicamos a visitar un pueblo galés. Y es que poca gente lo sabe, pero los primeros colonos en llegar a la Patagonia argentina fueron galeses. La historia dice de ellos que fueron capaces de tener una convivencia completamente pacífica con los indígenas del lugar. Lástima que no todas las colonizaciones hayan tenido el mismo espíritu. Gaiman a pesar del tiempo conserva todavía numerosas construcciones típicas galesas llenas de encanto. Uno de los atractivos del lugar es tomar el té acompañado de dulces típicos, en alguna de las casas galesas que lo ofrecen. Con el té nos sirvieron un montón de ricas tartas y pasteles que poco a poco fueron desapareciendo de la mesa hasta no dejar rastro.
La estancia en Puerto Madryn terminó para mi como había empezado. Después de tres días maravillosos Jessy y yo nos despedimos otra vez deseando volver a encontrarnos tal vez en Europa. Le di las gracias por haberme regalado todo ese tiempo fantástico con ella y con su familia, y como siempre le deseé todo lo bueno que se merece, que es muchísimo. Aunque ella a veces se lo cuestione es una persona muy grande y estoy seguro de que muy pronto encontrará su equilibrio. Gracias por todo amiga.