14 abril 2008

El amigo desconocido.

En San Francisco tuve una estancia muy agradable y disfruté mucho de una ciudad que lo tiene casi todo. El único pero, al menos comparada con sus hermanas ciudades del sur de California, es el clima, que es más frío y a veces juega malas pasadas. Por lo demás, es un lugar para no perderse cuando uno se acerca por estas tierras del Oeste americano.

Llegó el momento de dejar San Francisco, y con mi billete en mano abandoné el Amsterdam Hostel, uno de los mejores que he tenido hasta ahora, contento y con un nuevo peso que cargar sobre mis espaldas: este mismo ordenador portatil desde donde os escribo ahora. Ya sabeis, la recesión estadounidense ha llegado en el momento justo para mi y finalmente, tras coquetear con la idea en Malasia y Singapur decidí comprarme un portatil. Los precios son más favorables que nunca.

Caminé por 20 minutos hasta llegar a la terminal Greyhound, desde donde esos famosisimos autobuses que habreis visto en muchas películas salen disparados a casi todos los puntos del país.


Con una hora de espera ante mi coloqué mis mochilas haciendo la cola en mi lugar, y me senté en unos asientos cercanos. Si os preguntais cómo es posible que me haya vuelto tan responsable de llegar con una hora de antelación a coger mi autobús la respuesta es sencilla: Greyhound vende un numero ilimitado de billetes para una misma ciudad y con el mismo horario. A la hora de embarcar el autobús se va cargando y cuando se rellenan todos los asientos aquellos que se quedan sin sitio no tendrán más remedio que esperar al próximo autobús, que a veces puede tardar horas en salir. Inteligente, verdad?

En la sala de espera habría unas treinta personas, cada una a su rollo y con maletas haciendo el trabajo sucio en las más diversas colas: Sacramento, Los Angeles, Phoenix,... y Las Vegas, mi destino. Unos monitores encendidos sintonizando la CNN eran la única diversión del personal. Yo pasaba el tiempo leyendo mi último libro, hasta que me llamaron la atención unas carcajadas repentinas de un señor negro que se sentaba a mi lado.

La tele estaba mostrando las reacciones de los candidatos presidenciales al aniversario de la triste muerte de Martin Luther King, y mi compañero de espera parecía estar pasándolo en grande escuchando comentarios de los superpolíticos estadounidenses, mientras él mismo hacía sus propios sarcásticos comentarios sobre la situación en voz alta. No pude evitar sonreir y cruzar mi mirada con él. Tendría unos 60 años, era grande y corpulento pero no obeso. Parecía en forma. Lucía una perilla bien cuidada y sus ropas eran modestas. Sobre la cabeza tenía una gorra de baseball. "Oh, caramba! Hay dos cosas en las que nunca podré creer: la política y la religión", soltó en alto. Y es enconces cuando yo también me reí y empecé a entablar conversación con él.

Su fuerte acento sureño, típico de la población negra, me hacían esforzar mi atención al máximo pero sus ideas sencillas aunque abrumadoras conseguían hacer las delicias de mi espera. No nos presentamos, sino que simplemente comenzamos a charlar como dos personas desconocidas con algunos puntos en común. Poco a poco nos fuimos contando nuestras historias, aunque él tenía mucho más que contar para ser sinceros. Criado en una familia pobre y humilde en Texas, uno de los estados más racistas, tuvo que alistarse en la Marina para poder ir a la universidad. En aquellos tiempos era la única forma. Me contó cómo cuando él era un chaval no existían las salas de espera como aquella donde estabamos, porque los negros debían sentarse separadamente en otro lugar alejados de los blancos. Como a muchos de su generación, y no porque fuera su deseo, sino más bien porque quería salir del círculo de la pobreza y ganarse una vida digna, le tocó ir a Vietnam. Allí conoció los horrores de la guerra en toda su magnitud. Fue hecho prisionero y pasó 68 días hasta ser liberado. "Por eso tengo un poco más de fe en el senador McCain: porque él también pasó tiempo prisionero en Vietnam, como yo", me confesó.

Pero eso no fue lo peor que le dio Vietnam. Para escapar de la terrible realidad consumió drogas y se hizo drogadicto. Esto era algo común entre los combatientes. Así regreso a casa con unas cicatrices demasiado grandes que han matado o destrozado la vida de tantos veteranos: la adiccion y el síndrome post-traumático. Desde entonces está en tratamiento psicológico y lo estará por el resto de su vida. Es algo que por lo visto, nunca se termina de superar. Lo mismo que pasa con las drogas. Se desintoxicó en varias ocasiones, pero en sus geniales y bondadosos ojos podía ver el brillo de la droga. Él sin decirmelo abiertamente, me confesó que seguía consumiendo aunque parecía haber alcanzado un cierto equilibrio.

Monumento a los Veteranos de Vietnan

Cuando supo que yo era español empezamos a charlar sobre España. "Franco se llamaba, no? Ese tipo era un gran bastardo, no es así?" Mi amigo se había graduado en historia en la universidad y ahora estabamos hablando sobre Franco. No dejaba de sorprenderme. Seguimos charlando de tantas otras cosas: de Malcolm X y los Black Panthers (él fue uno de ellos en sus tiempos de juventud), de lo nefasta que puede ser la religión a veces, de cómo la política ya no representa al pueblo y de muchas otras cosas.

Algunas fotos no necesitan palabras.

En el poco tiempo que compartimos, fue como recibir una lección magistral para mi. Él también se sintió encantado cuando le dije que estaba dando la vuelta el mundo. "En la Marina yo la di dos veces, pero claro no de la misma forma que tu", me soltó entusiasta. "Siempre he deseado navegar, desde que soy un niño. Cuando dejé la Marina me dediqué a construir veleros con mis propias manos, y soñaba con construir uno para mi, dejarlo todo y salir a navegar" Pero cuando llegó su momento, cuando acabó el velero que había construido para si mismo, terminó por venderlo dejando su sueño incompleto.

Era un hombre demasiado inteligente, sensato y bueno. Pero es triste que el destino te convierta en un harapo de la vida. De todas formas, mi amigo desconocido se había ganado todo mi respeto y toda mi admiración y pensé convencidamente que si todavía existían estadounidenses como él el país todavía tendría esperanza. Es curioso que esta esperanza resida a veces en las personas más injustamente masacradas. Ironías del destino. Sin darme cuenta el tiempo pasó vertiginoso y mi amigo apunto en dirección a la cola de Las Vegas.

Estabamos embarcando. Me sentí como quien recibe un regalo inesperado en un momento cualquiera, y afortunado por haber compartido una conversación con mi amigo, que será siempre desconocido porque nunca llegamos a intercambiarnos los nombres.

Eso si, nos dimos un fuerte apretón de manos y nos deseamos lo mejor con una gran sinceridad en nuestros ojos. Son este tipo de cosas las que me hacen amar viajar hacia lo desconocido. Siempre se encuentran lugares y sobre todo personas que tienen tanto que ofrecer.

A mi amigo le dedico este articulo. Quizá algún día volvamos a encontrarnos. Nunca se sabe.

3 comentarios:

Yeyu dijo...

dave! q lindo encontrar gente asi, conocer todas esas historias!
me alegro q hayas tenido este "amigo desconocido"
besos y ya estas aca :P

Anónimo dijo...

Que bueno encontrar a personas así en el camino, que nos hacen ver el otro lado de las cosas, realidades que en tantas ocasiones se nos escapan.

Gracias una vez más por compartirla con nosotros.

Un abrazo enorme Dave!

Anónimo dijo...

Es una historia increíble Deivi y como siempre muy bien contada por eso te digo que echamos de menos tus escritos es como si estaríamos leyendo un libro pero claro en fascicúlos tendrás que recopilarlos y unirlos con las fotos cuando pongas termino a tu viaje de vuelta al Mundo sigue disfrutando de lo que queda que en Argentina hay mucho que ver ya que es una tierra maravillosa así como sus gentes un beso y cuídate que tal el resfriado se te habrá pasado ¡no! besos